4° año E T N°1
NOSOTROS, NO
José B. Adolph
(Alemania-Perú, 1933-2008)
Aquella
tarde, cuando tintinearon las campanillas de los teletipos y fue repartida la
noticia como un milagro, los hombres de todas las latitudes se confundieron en
un solo grito de triunfo. Tal como había sido predicho doscientos años antes,
finalmente el hombre había conquistado la inmortalidad en 2168.
Todos
los altavoces del mundo, todos los transmisores de imágenes, todos los
boletines destacaron esta gran revolución biológica. También yo me alegré,
naturalmente, en un primer instante.
¡Cuánto
habíamos esperado este día!
Una
sola inyección, de cien centímetros cúbicos, era todo lo que hacía falta para
no morir jamás. Una sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que
ningún cuerpo humano se descompondría nunca. Desde ese día, solo un accidente
podría acabar con una vida humana. Adiós a la enfermedad, a la senectud, a la
muerte por desfallecimiento orgánico.
Una
sola inyección, cada cien años.
Hasta
que vino la segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección solo
surtiría efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera
traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a
tiempo. Solo los jóvenes serían inmortales. El gobierno federal se aprestaba ya
a organizar el envío, reparto y aplicación de la dosis a todos los niños y
adolescentes de la tierra. Los compartimentos de medicina de los cohetes
llevarían las ampolletas a las más lejanas colonias terrestres del espacio.
Todos
serían inmortales.
Menos
nosotros, los mayores, los formados, en cuyo organismo la semilla de la muerte
estaba ya definitivamente implantada.
Todos
los muchachos sobrevivirían para siempre. Serían inmortales, y de hecho
animales de otra especie. Ya no seres humanos; su psicología, su visión, su
perspectiva, eran radicalmente diferentes a las nuestras. Todos serían
inmortales. Dueños del universo para siempre. Libres. Fecundos. Dioses.
Nosotros,
no. Nosotros, los hombres y mujeres de más de 20 años, éramos la última
generación mortal. Éramos la despedida, el adiós, el pañuelo de huesos y sangre
que ondeaba, por última vez, sobre la faz de la tierra.
Nosotros,
no. Marginados de pronto, como los últimos abuelos de pronto nos habíamos
convertido en habitantes de un asilo para ancianos, confusos conejos asustados
entre una raza de titanes. Estos jóvenes, súbitamente, comenzaban a ser
nuestros verdugos sin proponérselo. Ya no éramos sus padres. Desde ese día
éramos otra cosa; una cosa repulsiva y enferma, ilógica y monstruosa. Éramos
Los Que Morirían. Aquellos Que Esperaban la Muerte. Ellos derramarían lágrimas,
ocultando su desprecio, mezclándolo con su alegría. Con esa alegría ingenua con
la cual expresaban su certeza de que ahora, ahora sí, todo tendría que ir bien.
Nosotros
solo esperábamos. Los veríamos crecer, hacerse hermosos, continuar jóvenes y
prepararse para la segunda inyección, una ceremonia -que nosotros ya no
veríamos- cuyo carácter religioso se haría evidente. Ellos no se encontrarían
jamás con Dios. El último cargamento de almas rumbo al más allá, era el
nuestro. ¡Ahora cuánto nos costaría dejar la tierra! ¡Cómo nos iría carcomiendo
una dolorosa envidia! ¡Cuántas ganas de asesinar nos llenaría el alma, desde
hoy y hasta el día de nuestra muerte!
Hasta
ayer. Cuando el primer chico de quince años, con su inyección en el organismo,
decidió suicidarse. Cuando llegó esa noticia, nosotros, los mortales,
comenzamos recientemente a amar y a comprender a los inmortales.
Porque
ellos son unos pobres renacuajos condenados a prisión perpetua en el verdoso
estanque de la vida. Perpetua. Eterna. Y empezamos a sospechar que dentro de 99
años, el día de la segunda inyección, la policía saldrá a buscar a miles de
inmortales para imponérsela.
Y
la tercera inyección, y la cuarta, y el quinto siglo, y el sexto; cada vez
menos voluntarios, cada vez más niños eternos que implorarán la evasión, el
final, el rescate. Será horrenda la cacería. Serán perpetuos miserables.
Nosotros,
no.
Hasta
que la muerte, Lima, Moncloa-
Campodónico Editores Asociados. 1971, págs. 65-67
PARÁSITO
Javier Díaz
Carballeira - España
Estoy muriéndome. El parásito se ha apoderado lenta e inexorablemente de mis vías respiratorias, de todo mi cuerpo. Cada momento que pasa tengo más dificultades para respirar, y mucho me temo que quizás esté enviando este mensaje mundial con un último aliento. También está presente en mi sangre; la siento sucia y espesa y ya no es capaz de distribuir su riqueza por mi ser. Me muero. Soy el primero que mata pero habrá más, estad seguros. No siempre fue así. Al principio fue una relación de simbiosis: yo le ofrecía alimento y cobijo y el parásito lamía mis heridas manteniendo el equilibrio vital, pero se multiplicó, cambió. He de advertiros. Voy a morir y ya no serviré, buscará a otros. Me llamo Gaia.
Revista Axxón N° 160
http://axxon.com.ar
Javier Díaz Carballeira nació el
14 de febrero de 1973 en Madrid. Vive en Getafe y trabaja en Madrid, por lo que
los 15 kilómetros de viaje diario en tren son una excelente excusa para leer.
Empezó con los tebeos, la novela de aventuras (Julio Verne y Emilio Salgari),
pasó por Tolkien y Asimov y últimamente a los ensayos de José Antonio Marina.
Ha desperdigado microficciones por varios sitios y portales y de a poco se va
animando a textos más extensos. Primer cuento en Axxón.
Marionetas
S.A. – Ray Bradbury
Caminaban lentamente por la calle, a
eso de las diez de la noche, hablando con tranquilidad. No tenían más de
treinta y cinco años. Estaban muy serios.
-Pero ¿por qué tan temprano? -dijo
Smith.
-Porque sí -dijo Braling.
-Tu primera salida en todos estos años
y te vuelves a casa a las diez.
-Nervios, supongo.
-Me pregunto cómo te las habrás
ingeniado. Durante diez años he tratado de sacarte a beber una copa. Y hoy, la
primera noche, quieres volver en seguida.
-No tengo que abusar de mi suerte
-dijo Braling.
-Pero, ¿qué has hecho? ¿Le has dado un
somnífero a tu mujer?
-No. Eso sería inmoral. Ya verás.
Doblaron la esquina.
-De veras, Braling, odio tener que
decírtelo, pero has tenido mucha paciencia con ella. Tu matrimonio ha sido
terrible.
-Yo no diría eso.
-Nadie ignora cómo consiguió casarse
contigo. Allá, en 1979, cuando ibas a salir para Río.
-Querido Río. Tantos proyectos y nunca
llegué a ir.
-Y cómo ella se desgarró la ropa, y se
desordenó el cabello, y te amenazó con llamar a la policía si no te casabas con
ella.
-Siempre fue un poco nerviosa, Smith,
entiéndelo.
-Había algo más. Tú no la querías. Se
lo dijiste, ¿no es así?
-En eso siempre fui muy firme.
-Pero sin embargo te casaste.
-Tenía que pensar en mi empleo, y
también en mi madre, y en mi padre. Una cosa así hubiese terminado con ellos.
-Y han pasado diez años.
-Sí -dijo Braling, mirándolo
serenamente con sus ojos grises-. Pero creo que todo va a cambiar. Mira.
Braling sacó un largo billete azul.
-¡Cómo! ¡Un billete para Río! ¡El
cohete del jueves!
-Sí, al fin voy a hacer mi viaje.
-¡Es maravilloso! Te lo mereces de
veras. Pero, ¿y tu mujer, no se opondrá? ¿No te hará una escena?
Braling sonrió nerviosamente.
-No sabe que me voy. Volveré de Río de
Janeiro dentro de un mes y nadie habrá notado mi ausencia, excepto tú.
Smith suspiró.
-Me gustaría ir contigo.
-Pobre Smith, tu matrimonio no ha sido
precisamente un lecho de rosas, ¿eh?
-No, exactamente.
Casado con una mujer que todo lo exagera. Es decir, después de diez años de
matrimonio, ya no esperas que tu mujer se te siente en las rodillas dos horas
todas las noches; ni que te llame al trabajo doce veces al día, ni que te hable
en media lengua. Y parece como si en este último mes se hubiese puesto todavía
peor. Me pregunto si no será una simple.
-Ah, Smith, siempre el mismo
conservador. Bueno, llegamos a mi casa. ¿Quieres conocer mi secreto? ¿Cómo pude
salir esta noche?
-Me gustaría saberlo.
-Mira allá arriba -dijo Braling.
Los dos hombres se quedaron mirando el
aire oscuro. En una ventana del segundo piso apareció una sombra. Un hombre de
treinta y cinco años, de sienes canosas, ojos tristes y grises y bigote
minúsculo se asomó y miró hacia abajo.
-Pero, cómo, ¡eres tú! -gritó Smith.
-¡Chist! ¡No tan alto!
Braling agitó una mano. El hombre
respondió con un ademán y desapareció.
-Me he vuelto loco -dijo Smith.
-Espera un momento.
Los hombres esperaron. Se abrió la
puerta de calle y el alto caballero de los finos bigotes y los ojos tristes
salió cortésmente a recibirlos.
-Hola, Braling -dijo.
-Hola, Braling -dijo Braling.
Eran idénticos. Smith abría los ojos.
-¿Es tu hermano gemelo? No sabía que…
-No, no -dijo Braling serenamente-.
Inclínate. Pon el oído en el pecho de Braling Dos. Smith titubeó un instante y
al fin se inclinó y apoyó la cabeza en las impasibles costillas.
Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.
-¡Oh, no! ¡No puede ser!
-Es.
-Déjame escuchar de nuevo.
Tlc-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic. Smith dio un paso atrás y parpadeó, asombrado.
Extendió una mano y tocó los brazos tibios y las mejillas del muñeco.
-¿Dónde lo
conseguiste?
-¿No está bien
hecho?
-Es increíble.
¿Dónde?
-Dale al señor tu tarjeta, Braling
Dos.
Braling Dos movió los dedos como un
prestidigitador y sacó una tarjeta blanca. MARIONETAS, SOCIEDAD ANÓNIMA
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Elásticos, De funcionamiento garantizado, Desde 7.600 a 15.000 dólares, Todo de
litio.
-No -dijo
Smith.
-Sí -dijo
Braling.
-Claro que sí
-dijo Braling Dos.
-¿Desde cuándo
lo tienes?
-Desde hace un mes.
Lo guardo en el sótano, en el cajón de las herramientas. Mi mujer nunca baja, y
sólo yo tengo la llave del cajón. Esta noche dije que salía a comprar unos cigarros.
Bajé al sótano, saqué a Braling Dos de su encierro, y lo mandé arriba, para que
acompañara a mi mujer, mientras yo iba a verte, Smith.
-¡Maravilloso! ¡Hasta huele como tú!
¡Perfume de Bond Street y tabaco Melachrinos!
-Quizás me preocupe por minucias, pero
creo que me comporto correctamente. Al fin y al cabo mi mujer me necesita a mí.
Y esta marioneta es igual a mí, hasta el último detalle. He estado en casa toda
la noche. Estaré en casa con ella todo el mes próximo. Mientras tanto otro
caballero paseará al fin por Río. Diez años esperando ese viaje. Y cuando yo
vuelva de Río, Braling Dos volverá a su cajón. Smith reflexionó un minuto o
dos.
-¿Y seguirá marchando solo durante
todo ese mes? -preguntó al fin.
-Y durante seis meses, si fuese
necesario. Puede hacer cualquier cosa -comer, dormir, transpirar cualquier
cosa, y de un modo totalmente natural. Cuidarás muy bien a mi mujer, ¿no es
cierto, Braling Dos?
-Su mujer es encantadora -dijo Braling
Dos-. Estoy tomándole cariño. Smith se estremeció.
-¿Y desde cuándo funciona Marionetas,
S. A.?
-Secretamente, desde hace dos años.
-Podría yo… quiero decir, sería
posible… -Smith tomó a su amigo por el codo-. ¿Me dirías dónde puedo conseguir
un robot, una marioneta, para mí? Me darás la dirección, ¿no es cierto?
-Aquí la tienes.
Smith tomó la tarjeta y la hizo girar
entre los dedos.
-Gracias -dijo-. No sabes lo que esto
significa. Un pequeño respiro. Una noche, una vez al mes… Mi mujer me quiere
tanto que no me deja salir ni una hora. Yo también la quiero mucho, pero
recuerda el viejo poema: «El amor volará si lo dejas; el amor volará si lo
atas.» Sólo deseo que ella afloje un poco su abrazo.
-Tienes suerte, después de todo. Tu
mujer te quiere. La mía me odia. No es tan sencillo.
-Oh, Nettie me quiere locamente. Mi
tarea consistirá en que me quiera cómodamente.
-Buena suerte, Smith. No dejes de
venir mientras estoy en Río. Mi mujer se extrañará si desaparecieras de pronto.
Tienes que tratar a Braling Dos, aquí presente, lo mismo que a mí.
-Tienes razón. Adiós. Y gracias.
Smith se fue, sonriendo, calle abajo.
Braling y Braling Dos se encaminaron hacia la casa. Ya en el ómnibus, Smith
examinó la tarjeta silbando suavemente. Se ruega al señor cliente que no hable
de su compra. Aunque ha sido presentado al Congreso un proyecto para legalizar
Marionetas, S. A., la ley pena aún el uso de los robots.
-Bueno -dijo Smith.
Se le sacará al cliente un molde del
cuerpo y una muestra del color de los ojos, labios, cabellos, piel, etc. El
cliente deberá esperar dos meses a que su modelo esté terminado. No es tanto,
pensó Smith. De aquí a dos meses mis costillas podrán descansar al fin de los
apretujones diarios. De aquí a dos meses mi mano se curará de esta presión
incesante. De aquí a dos meses mi aplastado labio inferior recobrará su tamaño
normal. No quiero parecer ingrato, pero… Smith dio vuelta la tarjeta.
Marionetas, S. A. funciona desde hace dos años. Se enorgullece de poseer una
larga lista de satisfechos clientes. Nuestro lema es «Nada de ataduras.»
Dirección: 43 South Wesley.
El ómnibus se detuvo. Smith descendió,
y caminó hasta su casa diciéndose a sí mismo: Nettie y yo tenemos quince mil
dólares en el banco. Podría sacar unos ocho mil con la excusa de un negocio. La
marioneta me devolverá el dinero, y con intereses. Nettie nunca lo sabrá.
Abrió la puerta de su casa y poco
después entraba en el dormitorio. Allí estaba Nettie, pálida, gorda, y
serenamente dormida.
-Querida Nettie. -Al ver en la
semioscuridad ese rostro inocente, Smith se sintió aplastado, casi, por los
remordimientos-. Si estuvieses despierta me asfixiarías con tus besos y me
hablarías al oído. Me haces sentir, realmente, como un criminal. Has sido una
esposa tan cariñosa y tan buena. A veces me cuesta creer que te hayas casado
conmigo, y no con Bud Chapman, aquel que tanto te gustaba. Y en este último mes
has estado todavía más enamorada que antes.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Sintió de pronto deseos de besarla, de confesarle su amor, de hacer pedazos la
tarjeta, de olvidarse de todo el asunto. Pero al adelantarse hacia Nettie
sintió que la mano le dolía y que las costillas se le quejaban. Se detuvo, con
ojos desolados, y volvió la cabeza. Salió de la alcoba y atravesó las
habitaciones oscuras. Entró canturreando en la biblioteca, abrió uno de los
cajones del escritorio, y sacó la libreta de cheques.
-Sólo ocho mil dólares -dijo-. No más.
-Se detuvo-. Un momento. Hojeó febrilmente la libreta.
-¡Pero cómo! -gritó-. ¡Faltan diez mil
dólares! -Se incorporó de un salto-. ¡Sólo quedan cinco mil!
¿Qué ha hecho Nettie? ¿Qué ha hecho
con ese dinero? ¿Más sombreros, más vestidos, más perfumes? ¡Ya sé! ¡Ha
comprado aquella casita a orillas del Hudson de la que ha estado hablando
durante tantos meses! Se precipitó hacia el dormitorio, virtuosamente
indignado. ¿Qué era eso de disponer así del dinero? Se inclinó sobre su mujer.
-¡Nettie! -gritó-. ¡Nettie, despierta!
Nettie no se movió.
-¡Qué has hecho con mi dinero! -rugió
Smith.
Nettie se agitó, ligeramente. La luz
de la calle brillaba en sus hermosas mejillas. A Nettie le pasaba algo. El
corazón de Smith latía con violencia. Se le secó la boca. Se estremeció. Se le
aflojaron las rodillas.
-¡Nettie, Nettie! -dijo-. ¿Qué has
hecho con mi dinero?
Y en seguida, esa idea horrible. Y
luego el terror y la soledad. Y luego el infierno, y la desilusión. Smith se
inclinó hacia ella, más y más, hasta que su oreja febril descansó, firmemente,
irrevocablemente, sobre el pecho redondo y rosado.
-¡Nettie! -gritó.
Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.
Mientras Smith se alejaba por la
avenida, internándose en la noche, Braling y Braling. Los dos se volvieron
hacia la puerta de la casa.
-Me alegra que
él también pueda ser feliz -dijo Braling.
-Sí -dijo
Braling Dos distraídamente.
-Bueno, ha
llegado la hora del cajón, Braling Dos.
-Precisamente
quería hablarle de eso -dijo el otro Braling mientras entraban en la casa- . El
sótano. No me gusta. No me gusta ese cajón.
-Trataré de
hacerlo un poco más cómodo.
-Las
marionetas están hechas para andar, no para quedarse quietas. ¿Le gustaría
pasarse las horas metido en un cajón?
-Bueno…
-No le gustaría nada. Sigo
funcionando. No hay modo de pararme. Estoy perfectamente vivo y tengo
sentimientos.
-Esta vez sólo será por unos días.
Saldré para Río y entonces podrás salir del cajón. Podrás vivir arriba. Braling
Dos se mostró irritado.
-Y cuando usted regrese de sus
vacaciones, volveré al cajón.
-No me dijeron que iba a vérmelas con
un modelo difícil.
-Nos conocen poco -dijo Braling Dos-.
Somos muy nuevos. Y sensitivos. No me gusta nada imaginarlo al sol, riéndose,
mientras yo me quedo aquí pasando frío.
-Pero he deseado ese viaje toda mi
vida -dijo Braling serenamente.
Cerró los ojos y vio el mar y las
montañas y las arenas amarillas. El ruido de las olas le acunaba la mente. El
sol le acariciaba los hombros desnudos. El vino era magnífico.
-Yo nunca podré ir a Río -dijo el
otro-. ¿Ha pensado en eso?
-No, yo…
-Y algo más. Su esposa.
-¿Qué pasa con ella? -preguntó Braling
alejándose hacia la puerta del sótano.
-La aprecio mucho.
Braling se pasó nerviosamente la
lengua por los labios.
-Me alegra que te guste.
-Parece que usted no me entiende. Creo
que… estoy enamorado de ella.
Braling dio un paso adelante y se
detuvo.
-¿Estás qué?
-Y he estado
pensando -dijo Braling Dos- qué hermoso sería ir a Río, y yo que nunca podré
ir… Y he pensado en su esposa y… creo que podríamos ser muy felices, los dos,
yo y ella.
-M-m-muy bien.
-Braling caminó haciéndose el distraído hacia la puerta del sótano-. Espera un
momento, ¿quieres? tengo que llamar por teléfono. Braling Dos frunció el ceño.
-¿A quién?
-Nada importante.
-¿A Marionetas, Sociedad Anónima?
¿Para decirles que vengan a buscarme?
-No, no… ¡Nada de eso!
Braling corrió hacia la puerta. Unas
manos de hierro lo tomaron por los brazos.
-¡No se escape!
-¡Suéltame!
-No.
-¿Te aconsejo mi mujer hacer esto?
-No.
-¿Sospechó algo? ¿Habló contigo? ¿Está
enterada?
Braling se puso a gritar. Una mano le
tapó la boca.
-No lo sabrá nunca, ¿me entiende? No
lo sabrá nunca.
Braling se debatió.
-Ella tiene que haber sospechado.
¡Tiene que haber influido en ti!
-Voy a encerrarlo en el cajón. Luego
perderé la llave y compraré otro billete para Río, para su esposa.
-¡Un momento, un momento! ¡Espera! No
te apresures. Hablemos con tranquilidad.
-Adiós, Braling.
Braling se endureció.
-¿Qué quieres decir con «adiós»?
Diez minutos más tarde, la señora
Braling abrió los ojos. Se llevó la mano a la mejilla. Alguien la había besado.
Se estremeció y alzó la vista.
-Cómo… No lo hacías desde hace años
-murmuró.
-Ya arreglaremos eso -dijo alguien.
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